Jesús colocó a su entorno ante una cuestión decisiva: o bien él actuaba con poder divino, o bien era un impostor, un blasfemo, un infractor de la ley, y debía rendir cuentas por ello según la ley. [574576] En muchos aspectos Jesús fue una provocación única para el judaísmo tradicional de su tiempo. Perdonaba pecados, lo que sólo puede hacer Dios; relativizaba el mandamiento del sábado; se hacía sospechoso de blasfemia y se le reprochaba ser un falso profeta. Para todos estos delitos la ley preveía la pena de muerte.
574. Desde los comienzos del ministerio público de Jesús, fariseos y partidarios de Herodes, junto con sacerdotes y escribas, se pusieron de acuerdo para perderle (cf. Mc 3,6). Por algunas de sus obras (expulsión de demonios, cf. Mt 12,24; perdón de los pecados, cf. Mc 2, 7; curaciones en sábado, cf. Mc 3,1-6; interpretación original de los preceptos de pureza de la Ley, cf. Mc 7,14-23; familiaridad con los publicanos y los pecadores públicos, cf. Mc 2,14-17), Jesús apareció a algunos malintencionados sospechoso de posesión diabólica (cf. Mc 3, 22; Jn 8, 48; 10, 20). Se le acusa de blasfemo (cf. Mc 2, 7; Jn 5,18; 10, 33) y de falso profetismo (cf. Jn 7, 12; 7, 52), crímenes religiosos que la Ley castigaba con pena de muerte a pedradas (cf. Jn 8, 59; 10, 31).
576. A los ojos de muchos en Israel, Jesús parece actuar contra las instituciones esenciales del Pueblo elegido:
– contra la sumisión a la Ley en la integridad de sus prescripciones escritas, y, para los fariseos, según la interpretación de la tradición oral.
– contra el carácter central del Templo de Jerusalén como lugar santo donde Dios habita de una manera privilegiada.
– contra la fe en el Dios único, cuya gloria ningún hombre puede compartir.
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