Desde el examen de la culpa personal surge el deseo de mejorar; esto se llama
arrepentimiento. Se produce cuando vemos la contradicción entre el amor de
Dios y nuestro pecado. Entonces nos llenamos de dolor por nuestros pecados; nos
decidimos a cambiar nuestra vida y ponemos toda nuestra confianza en el auxilio
de Dios. [14301433, 1490]
Con frecuencia se oculta la realidad del pecado. Algunos creen incluso que contra los
sentimientos de culpa sencillamente sólo hay que tomar medidas psicológicas. Pero los
verdaderos sentimientos de culpa son importantes. Es como en los coches: cuando el
velocímetro señala que se ha superado el límite de velocidad, no es culpable el velocímetro,
sino el conductor. Cuanto más nos acercamos a Dios, que es todo luz, tanto más claramente
salen a la luz nuestras sombras. Pero Dios no es una luz que quema, sino una luz que cura.
Por eso el arrepentimiento nos impulsa a avanzar hacia la luz en la que somos
completamente curados. 312
1430. Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y
a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores "el saco
y la ceniza", los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del
corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia
permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión
interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos
visibles, gestos y obras de penitencia (cf. Jl 2, 12-13; Is 1,16-
17; Mt 6,1-6. 16-18)
1433. Después de Pascua, el Espíritu Santo "convence al mundo en
lo referente al pecado" (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha
creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que
desvela el pecado, es el Consolador (cf. Jn 15,26) que da al corazón
del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión
(cf. Hch 2,36-38; Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 27-48).
1490. El movimiento de retorno a Dios, llamado conversión y
arrepentimiento, implica un dolor y una aversión respecto a los
pecados cometidos, y el propósito firme de no volver a pecar. La
conversión, por tanto, mira al pasado y al futuro; se nutre de la
esperanza en la misericordia divina.
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