La confesión es también en esa ocasión el gran
regalo de la curación y de la unión más íntima con
el Señor, aunque estrictamente uno no estuviera
obligado a confesarse. [1458]
En muchos encuentros eclesiales como en las Jornadas
Mundiales de la Juventud, se ve a jóvenes que se
reconcilian con Dios. Cristianos que se toman en serio el
seguimiento de Jesús buscan la alegría que viene de un
nuevo comienzo radical con Dios. Incluso los santos
acudían regularmente a la confesión cuando era posible.
Lo necesitaban para crecer en la humildad y en el amor
y para dejarse tocar por la luz sanadora de Dios hasta el
último rincón del alma
1458. Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados
veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (cf.
Concilio de Trento: DS 1680; CIC 988 §2). En efecto, la confesión
habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar
contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar
en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este
sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve
impulsado a ser él también misericordioso (cf. Lc 6,36):
«Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con Dios. Dios
reprueba tus pecados. Si tú haces lo mismo, te unes a Dios. Hombre y
pecador son dos cosas distintas; cuando oyes, hombre, oyes lo que hizo
Dios; cuando oyes, pecador, oyes lo que el mismo hombre hizo. Deshaz
lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas
tu obra y que ames en ti la obra de Dios Cuando empiezas a detestar lo
que hiciste, entonces empiezan tus buenas obras buenas, porque
repruebas las tuyas malas. [...] Practicas la verdad y vienes a la luz» (San
Agustín, In Iohannis Evangelium tractatus 12, 13)
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