martes, 5 de noviembre de 2019

11. LA NATURALEZA HUMANA DE JESÚS. PARTE II. Exegesis




LA NATURALEZA HUMANA DE JESÚS. PARTE II


El ungido de Dios resalta la importancia sobre el “perdón”, ya que ante una pregunta de Pedro sobre el tema, le instruye que hay que perdonar “setenta veces siete”, es decir, estaba diciendo que el amor verdadero no le pone límite al perdón con el prójimo; teniendo en cuenta que los fariseos recalcaban que sólo se debía perdonar a alguien máximo tres veces (Mateo 18,21-22). Pensemos igualmente en la ternura con que sanó a cierto leproso. Compadecido lo tocó y le dijo: “Quiero” (Marcos 1,40-42). La gente decía: “¡Todo lo ha hecho bien! ¡Hasta hace oír a los sordos y hablar a los mudos! (Marcos 7,37), y en vez de pregonar su poder, en muchas ocasiones mandó a los sanados que no contaran a nadie lo ocurrido (Marcos 5,43; 7,36). En ocasiones, personas poseídas por espíritus inmundos gritaban a Jesús. En esas circunstancias, El conservaba la calma, recurriendo a su poder divino para liberarlas de esa dominación maléfica (Marcos 1,23-28; 5,2-8.15). A diferencia de los hombres egoístas que abusaban del poder, nunca utilizó sus facultades poderosas en beneficio propio o para hacer daño (Mateo 4,2-4), también se negó a ejecutar señales solo para satisfacer la curiosidad malsana, como cuando estuvo delante de Herodes Antipas (Lucas 23,8-9).

Tiene alegría por la buena cosecha espiritual de los setenta y dos discípulos (Lucas 10,21), y asombro ante la noticia de la muerte de  Lázaro en Betania (Juan 11,33), siente enojo y a la vez tristeza por los judíos que dudaban de su poder curativo (Marcos 3,5; 9,19), reprende a Santiago y Juan por su deseo de venganza contra los samaritanos (Lucas 9,55), además de ira santa por los mercaderes que habían profanado el templo de Jerusalén (Juan 2,13-16; Mateo 21, 12-13), llora por el terrible castigo que le aguardaba a la Ciudad Santa (Lucas 19, 41-44), y por el fallecimiento de su amigo (Juan 11, 35).
Al acercarse los días de su trágico destino, sufre intensamente por la prueba que tendrá que padecer (Marcos 8, 31; Lucas 12, 50; 24,26). Le duele la traición de Judas (Juan 13, 21). Llegada  la hora suprema vive una tremenda angustia en el jardín de Getsemaní (Marcos 14, 35-36; Juan 12, 27), hasta el punto de que su sudor se convirtió en grandes gotas de sangre que le caían por el rostro (Lucas 22, 44). Pues “mientras Cristo estuvo viviendo aquí en el mundo con voz fuerte y muchas lágrimas, oró y suplicó a Dios; quien tenía poder para liberarlo de la muerte” (Hebreos 5,7). Igualmente, demostró valor al enfrentarse a una agitada multitud que lo buscaba para arrestarlo (Juan 18,4-9). A diferencia de los hombres egoístas que abusaban del poder, nunca utilizó sus facultades poderosas en beneficio propio o para hacer daño (Mateo 4,2-4), también se negó a ejecutar señales solo para satisfacer la curiosidad malsana, como cuando estuvo delante de Herodes Antipas (Lucas 23,8-9).
“Era un hombre lleno de dolor, acostumbrado al sufrimiento” (Isaías 53,3; 1 Pedro 2, 21). “Cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2,23). “Porque tampoco Cristo buscó agradarse a  si mismo, al contrario, en él se cumplió lo que dice la Escritura: “Las ofensas de los que te insultaban cayeron sobre mi.” (Romanos 15,3). O también: “El mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias’” (Isaías 53,4; Mateo 8, 16-17). Ya en la cruz se encuentra abandonado por su padre en los cielos (Mateo 27, 46; Salmo 22, 1-2). Finalmente grita y muere con dolor (Mateo 27,50), cumpliendo así con la misión por la cual había venido al mundo: “Consummatum ets!” (Juan 19,30).




Todo esto pasó “porque Cristo mismo sufrió la muerte por nuestros pecados, una vez para siempre. El era bueno, pero sufrió por los malos, para llevarlos a ustedes a Dios” (1 Pedro 3,18). “Así que Cristo, a pesar de ser Hijo, sufriendo aprendió a obedecer” (Hebreos 5,8), y “se humilló a sí mismo, y por obediencia fue a la muerte, a la vergonzosa muerte de la cruz” (Filipenses 2,8; Comparar con Hebreos 12,2). El “nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apocalipsis 1,5; Comparar con Gálatas 2,20). Es eternamente misericordioso con los hombres (1 Juan 2,1; Judas 21). Ama intensamente a los apóstoles hasta el final (Juan 13, 1; 15, 9-10), y a toda la humanidad (Efesios 3,19; 5,2). Intercede ante el tribunal de su Padre por toda la humanidad (Romanos 8,34; 1 Timoteo 2,5; Hebreos 7,25). Por esta razón, “no hay  duda  de  que  el  secreto  de  nuestra  religión  es muy grande: Cristo se manifestó en su condición de hombre, triunfó en su condición de espíritu y fue visto por los ángeles. Fue anunciado a las naciones, creído en el mundo y recibido en la gloria” (1 Timoteo 3, 16).

San Cipriano, obispo mártir del siglo III, tiene una preciosa oración sobre Jesús: “Hermanos queridos, son muchos y grandes los beneficios de Dios, que la bondad generosa y copiosa de Dios Padre y de Cristo ha realizado y realizará por nuestra salvación; de hecho, para preservarnos, para darnos una vida y podernos redimir, el Padre mandó al Hijo; el Hijo, que había sido enviado, quiso ser llamado también Hijo del hombre para convertirnos en hijos de Dios: se humilló para elevar al pueblo que antes estaba postrado por tierra, fue herido para curar nuestras heridas, se convirtió en esclavo para liberarnos a nosotros, que éramos esclavos. Aceptó la muerte para poder ofrecer a los mortales la inmortalidad. Estos son los numerosos y grandes dones de la misericordia divina”.








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