LA NATURALEZA HUMANA DE JESÚS. PARTE II
El
ungido de Dios resalta la importancia sobre el “perdón”, ya que ante una
pregunta de Pedro sobre el tema, le instruye que hay que perdonar “setenta
veces siete”, es decir, estaba diciendo que el amor verdadero no le pone límite
al perdón con el prójimo; teniendo en cuenta que los fariseos recalcaban que
sólo se debía perdonar a alguien máximo tres veces (Mateo 18,21-22). Pensemos
igualmente en la ternura con que sanó a cierto leproso. Compadecido lo tocó y
le dijo: “Quiero” (Marcos 1,40-42). La gente decía: “¡Todo lo ha hecho bien!
¡Hasta hace oír a los sordos y hablar a los mudos! (Marcos 7,37), y en vez de
pregonar su poder, en muchas ocasiones mandó a los sanados que no contaran a
nadie lo ocurrido (Marcos 5,43; 7,36). En ocasiones, personas poseídas por
espíritus inmundos gritaban a Jesús. En esas circunstancias, El conservaba la
calma, recurriendo a su poder divino para liberarlas de esa dominación maléfica
(Marcos 1,23-28; 5,2-8.15). A diferencia de los hombres egoístas que abusaban
del poder, nunca utilizó sus facultades poderosas en beneficio propio o para
hacer daño (Mateo 4,2-4), también se
negó a ejecutar señales solo para satisfacer la curiosidad malsana, como cuando
estuvo delante de Herodes Antipas (Lucas 23,8-9).
Tiene
alegría por la buena cosecha espiritual de los setenta y dos discípulos (Lucas
10,21), y asombro ante la noticia de la muerte de Lázaro en Betania (Juan 11,33), siente enojo
y a la vez tristeza por los judíos que dudaban de su poder curativo (Marcos
3,5; 9,19), reprende a Santiago y Juan por su deseo de venganza contra los
samaritanos (Lucas 9,55), además de ira santa por los mercaderes que habían
profanado el templo de Jerusalén (Juan 2,13-16; Mateo 21, 12-13), llora por el
terrible castigo que le aguardaba a la Ciudad Santa (Lucas 19, 41-44), y por el
fallecimiento de su amigo (Juan 11, 35).
Al acercarse los
días de su trágico destino, sufre intensamente por la prueba que tendrá que
padecer (Marcos 8, 31; Lucas 12, 50; 24,26). Le duele la traición de Judas
(Juan 13, 21). Llegada la hora suprema
vive una tremenda angustia en el jardín de Getsemaní (Marcos 14, 35-36; Juan
12, 27), hasta el punto de que su sudor se convirtió en grandes gotas de sangre
que le caían por el rostro (Lucas 22, 44). Pues “mientras Cristo estuvo
viviendo aquí en el mundo con voz fuerte y muchas lágrimas, oró y suplicó a
Dios; quien tenía poder para liberarlo de la muerte” (Hebreos 5,7). Igualmente, demostró valor al
enfrentarse a una agitada multitud que lo buscaba para arrestarlo (Juan
18,4-9). A diferencia de los hombres egoístas que abusaban del poder, nunca
utilizó sus facultades poderosas en beneficio propio o para hacer daño (Mateo
4,2-4), también se negó a ejecutar
señales solo para satisfacer la curiosidad malsana, como cuando estuvo delante
de Herodes Antipas (Lucas 23,8-9).
“Era un
hombre lleno de dolor, acostumbrado al sufrimiento” (Isaías 53,3; 1 Pedro 2,
21). “Cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2,23).
“Porque tampoco Cristo buscó agradarse a
si mismo, al contrario, en él se cumplió lo que dice la Escritura: “Las
ofensas de los que te insultaban cayeron sobre mi.” (Romanos 15,3). O también:
“El mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias’” (Isaías
53,4; Mateo 8, 16-17). Ya en la cruz se encuentra abandonado por su padre en
los cielos (Mateo 27, 46; Salmo 22, 1-2). Finalmente grita y muere con dolor
(Mateo 27,50), cumpliendo así con la misión por la cual había venido al mundo:
“Consummatum ets!” (Juan 19,30).
Todo
esto pasó “porque Cristo mismo sufrió la muerte por nuestros pecados, una vez
para siempre. El era bueno, pero sufrió por los malos, para llevarlos a ustedes
a Dios” (1 Pedro 3,18). “Así que Cristo, a pesar de ser Hijo, sufriendo
aprendió a obedecer” (Hebreos 5,8), y “se humilló a sí mismo, y por obediencia
fue a la muerte, a la vergonzosa muerte de la cruz” (Filipenses 2,8; Comparar
con Hebreos 12,2). El “nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre”
(Apocalipsis 1,5; Comparar con Gálatas 2,20). Es eternamente misericordioso con
los hombres (1 Juan 2,1; Judas 21). Ama intensamente a los apóstoles hasta el final
(Juan 13, 1; 15, 9-10), y a toda la humanidad (Efesios 3,19; 5,2). Intercede
ante el tribunal de su Padre por toda la humanidad (Romanos 8,34; 1 Timoteo
2,5; Hebreos 7,25). Por esta razón, “no hay
duda de que
el secreto de
nuestra religión es muy grande: Cristo se manifestó en su
condición de hombre, triunfó en su condición de espíritu y fue visto por los
ángeles. Fue anunciado a las naciones, creído en el mundo y recibido en la
gloria” (1 Timoteo 3, 16).
San
Cipriano, obispo mártir del siglo III, tiene una preciosa oración sobre Jesús:
“Hermanos queridos, son muchos y grandes los beneficios de Dios, que la bondad
generosa y copiosa de Dios Padre y de Cristo ha realizado y realizará por
nuestra salvación; de hecho, para preservarnos, para darnos una vida y podernos
redimir, el Padre mandó al Hijo; el Hijo, que había sido enviado, quiso ser
llamado también Hijo del hombre para convertirnos en hijos de Dios: se humilló
para elevar al pueblo que antes estaba postrado por tierra, fue herido para curar
nuestras heridas, se convirtió en esclavo para liberarnos a nosotros, que
éramos esclavos. Aceptó la muerte para poder ofrecer a los mortales la
inmortalidad. Estos son los numerosos y grandes dones de la misericordia
divina”.
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