OBJECIÓN:
Nadie sabe lo que hay después de la muerte, porque ninguno ha venido de la
otra vida a contarnoslo. Por lo tanto, el paraiso y el infierno los tenemos
aquí en la tierra, donde hay vida.
Hay muchas personas que no creen en la vida después de la muerte por dos
motivos: primero porque no les conviene que ésta exista; segundo por
ignorancia. Creer en el premio o castigo de las obras que uno hace, obliga
muchas, veces a cambiar de vida. Por ignorancia dicen que creerían si alguien
viniera del «más allá» a decírselos. Efectivamente, Alguien (con mayúscula)
vino a decírnoslo: Jesucristo.
Veamos algunas citas del evangelio, donde Jesucristo nos habla del paraíso,
llamándole con varios nombres: «Reino de los Cielos», «Reino de Dios», «Reino del
Padre», «Vida Eterna».
En
Mt 5, 3 leemos: «Dichosos los que tienen espíritu de pobres, porque de ellos es el reino de
los cielos». Lo
mismo que en Mt 13, 40-43, Jesús nos habla del castigo y del premio eterno: «Así como la mala hierba se
recoge y se echa al fuego para quemarla, así sucederá también al fin del mundo.
El Hijo del hombre mandará a sus ángeles a recoger de su reino a todos los que
hacen pecar a otros, y a los que practican el mal. Los echarán en el horno
encendido, y vendrán el llanto y la desesperación. Entonces los justos
brillarán como el sol en el reino de su Padre. Los que tienen oídos, oigan».
Veamos
dos citas más, en donde Jesús llama al Paraíso de manera distinta: «Y si tu ojo te hace
caer en pecado, sácatelo; es mejor que entres con un solo ojo en el reino de
Dios, y no que con los dos ojos seas arrojado al infierno, donde los gusanos no
mueren y el fuego no se apaga» (Mc 9, 47-48) y cuando le llama «mi Reino» a la morada definitiva de los
hombres: «…y ustedes comerán y beberán a mi mesa en mi reino, y
se sentarán en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22, 30).
En otras partes de la Biblia se nos dice algo sobre nuestra condición de
bienaventurados: «Lo mismo pasa con la resurrección de los muertos. Lo
que se entierra es corruptible; lo que resucita es incorruptible. Lo que se
entierra es despreciable; lo que resucita es glorioso. Lo que se entierra es
débil; lo que resucita es fuerte. Lo que se entierra es un cuerpo material; lo
que resucita es un cuerpo espiritual. Si hay cuerpo
material, también hay cuerpo espiritual» (1Co 15, 42-44).
La intimidad que el alma tendrá con Dios en el cielo, sus relaciones con
los santos, su inmunidad contra todo pecado, son gozos que nuestro
entendimiento no puede alcanzar: «Pero como se dice en la Escritura: “Dios ha preparado
para los que lo aman cosas que nadie ha visto ni oído, y ni siquiera pensado”» (1Co 2, 9). La
felicidad suprema que allí se goza excluye forzosamente todo mal, sea moral o
físico: «Secará todas las lágrimas de ellos, y ya no habrá
muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor; porque todo lo que antes existía ha
dejado de existir» (Ap 21, 4).
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