OBJECIÓN:
¿Desde que nace una persona esta ya elegida para salvarse o condenarse?
Muchos creen en la existencia de un destino que está marcado desde el día
de su nacimiento. Los sinsabores de la vida, y el anhelo de la realización
personal, hacen que muchas personas intenten buscar en este destino, la
explicación de sus males y los éxitos de otros.
Quien vive resignado, pensando que sus males no tienen remedio porque son
consecuencia inevitable de su «mala estrella», o «mala suerte», se autodestruye
en el pesimismo y, amargado, contempla el triunfo de los que, según él,
nacieron para triunfar.
No hay en la Sagrada Escritura afirmación alguna de una doble
predestinación, sí de una elección. Tampoco se niega la condenación del hombre. El hombre tiene libertad para
condenarse si rechaza libre y voluntariamente la iniciativa de Dios, su Padre;
o salvarse si cree en su Palabra y la pone por obra. No es Cristo el que
condena, sino el hombre quien se condena a sí mismo por no haber creído en Él
(cf. Jn 3,17), y por no haberlo amado en sus semejantes (cf. Mt 25, 31-45). Dios no ha
predestinado a nadie al infierno.
En el Antiguo Testamento no aparece la palabra predestinación, pero sí
existía entonces la idea clara de la elección de parte de Dios. Por su bondad y
sin mérito alguno, Dios escoge al Pueblo de Israel y a lo largo de la Historia
de la Salvación elige también a hombres y mujeres con la finalidad de llevar
adelante su propósito redención. En el Nuevo
Testamento aparece ya una idea más clara de la voluntad de divina, en cuanto a
sus designios de salvacion universal (cf. Tm 2, 4).
La doctrina de la Predestinación a la Salvación es desarrollada por san
Pablo: «en Cristo, Dios nos ha elegido
desde antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en el amor,
predestinado en la adopción como hijos suyos en Cristo…» (Ef 1, 4-5; cf. Rm
8, 28-30). Pero esta iniciativa divina no elimina la libertad humana.
Algunos siglos después, san Agustín supo conjugar dos enseñanzas
aparentemente opuestas de la Escritura: la gratuidad de la predilección divina
por el «elegido» san Pablo y el amor de Dios a todos los hombres. Nunca enseñó
la predestinación a la perdición; tampoco que Dios prefiere a unos y desecha a
otros, pues quien es el Justo por excelencia no puede rechazar a alguien sin
culpa. La elección de Dios a todos los hombres para la salvación incluye la
libertad: «el que te creó sin ti, no te
salvará sin ti», decía el obispo de Hipona.
Pensar que todo esfuerzo es inútil, pues de todos modos habrá salvación, es
olvidar que la colaboración del hombre con Dios también está prevista eternamente
por Él. Lo que resulte de la existencia terrena de cada individuo se verificará
en el juicio final (cf. Mt 25, 31-45). Los santos que han sido canonizados por
la Iglesia dan testimonio de que una vida de esfuerzo, de amor y de virtud es
reflejo del obrar de Dios (cf. Jn 3, 13 ss).
El hombre debe descifrar los acontecimientos adversos de su vida para
interpretar qué es lo que quiere Dios de él: la conversión y la renuncia al
pecado, a los complejos, a las posiciones absurdas. Debe poner atención a las
cuestiones personales que hay que cambiar para renovarse y ser «hombre nuevo» (cf. Jn 3, 1-12; cf. 2Co
4, 16-18), en vez de justificarse con la absurda idea de ser predestinado a
vivir mal.
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