Para
los cristianos –Antiguo y Nuevo Testamento-, como para los judíos –Antiguo Testamento–, son consideradas
Revelación de Divina. La doctrina de la Iglesia sobre este punto siempre ha
sido clara. Heredó de Israel el amor a los Libros Santos, el celo por
salvaguardarlos y la disponibilidad para encontrar en ellos el mensaje divino
para cada tiempo. Prueba de ello es lo que llamamos Nuevo Testamento, pues fue
escrito teniendo como fondo el mensaje del Antiguo Testamento. Los evangelios
son un testimonio claro. Por ejemplo el evangelio de san Mateo: Inicia
conectando el mensaje de Dios a los antepasados con lo sucedido en Jesucristo;
lo hace a través de las llamadas citas de cumplimiento: «Esto sucedió para que
se cumpliera lo dicho por el profeta…» (Mt 1, 22-23; cf. 1, 5-6; 2, 15. 17-18.
23).
De
igual manera, desde la época antigua, los Santos Padres hicieron comentarios
directos a la Sagrada Escritura, versículo por versículo, en algunos casos; de
manera que la pastoral, la teología, la catequesis, es decir, todo estaba
impregnado de la espiritualidad de la Palabra. San Agustín, san Jerónimo, san
Gregorio Magno y otros dejaron todo un tesoro en la riqueza espiritual de la
Iglesia.
La
época medieval también contribuyó con lo suyo: comentarios y tratados a
propósito de la Biblia; surgieron grandes expositores de la enseñanza de la
Escritura: santo Tomás de Aquino, san Buenaventura, entre otros.
Actualmente
a través de la Constitución Dei Verbum,
del Concilio Vaticano II, la Iglesia ha expuesto su fe milenaria en los Libros
Santos. Este documento contribuyó enormemente en el rumbo que la Iglesia había
de tomar en los tiempos recientes. En ella se insiste en hablar de Revelación
de Dios y el valor que tiene, para los hombres: «Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el
misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo
Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen
consortes de la naturaleza divina» (DV 2). Esta revelación tenía que
permanecer íntegra: «Dispuso Dios
benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de los hombres
permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las
generaciones» (DV 7).
De
manera que a través de la predicación oral, primero, y después, poniendo por
escrito el mensaje, transmitieron el Evangelio. Poner por escrito el mensaje no
fue iniciativa exclusiva de los hombres, ante todo es fruto de la acción del
Espíritu Santo; Dios es su autor: «Las
verdades reveladas por Dios que se contienen y manifiestan en la Sagrada
Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo… tienen a Dios por
autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia» (DV 11).
La
Sagrada Escritura no es, pues, un recetario o colección de doctrinas
cristianas, es ante todo, testimonio perenne de la condescendencia de Dios y de
su misericordia por el hombre: «En la
Sagrada Escritura, pues, se manifiesta salva siempre la verdad y la sabiduría
de Dios, la admirable condescendencia» de la sabiduría eterna, «para que
conozcamos la inefable benignidad de Dios, y de cuánta adaptación de palabra ha
usado teniendo providencia y cuidado de nuestra naturaleza» (DV 13).
De
modo que para penetrar en el misterio de Dios, que se nos manifestó en
Jesucristo: «lléguese, pues,
gustosamente, al mismo texto sagrado, ya por la sagrada liturgia, llena del
lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por las instituciones aptas
para ello… pero no olviden que debe acompañar la oración a la lectura de la
Sagrada Escritura para que se entable el diálogo entre Dios y el hombre; porque
a Él hablamos cuando oramos y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas»
(DV 25).
Por
todo lo que nos dice la constitución «Dei
Verbum» podemos entender el por qué de la primacía y valor de la Biblia. No
es sólo un texto de lecturas edificantes y sabios consejos. Su lectura y
meditación con una guía y preparación adecuada, nos pone en sintonía con la
gracia que impregna toda la vida. El hombre, alimentado y empapado por el
mensaje del texto, desarrolla una espiritualidad de la Palabra –nacida de ella–
que la convierte en «lámpara para mis
pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 105).
La
Sagrada Escritura es tan necesaria en nuestro tiempo como lo fue para el Israel
antiguo y como lo fue para los primeros cristianos, a fin de comprender el
misterio de Jesucristo; y en ello, ilumine y oriente su vida; sea revestido de
fortaleza ante las seducciones y grandes tentaciones, para no desfallecer ante
lo fuerte de las luchas cotidianas.
Fuente: Por que y Por que? MSP
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