La gracia de Dios sale al encuentro del hombre
en libertad y lo busca y lo impulsa en toda su
libertad. La gracia no se impone por la fuerza. El
amor de Dios quiere el asentimiento libre del
hombre. [20012002, 2022]
A la oferta de la gracia se puede también decir que no.
Sin embargo la gracia no es nada exterior o extraño al
hombre; es aquello que desea en realidad en lo más
íntimo de su libertad. Dios, al movernos mediante su
gracia, se anticipa a la respuesta libre del hombre.
2022. La iniciativa divina en la obra de la gracia previene, prepara y
suscita la respuesta libre del hombre. La gracia responde a las
aspiraciones profundas de la libertad humana; y la llama a cooperar
con ella, y la perfecciona.
2001. La preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra
de la gracia. Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra
colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación
mediante la caridad. Dios completa en nosotros lo que Él mismo
comenzó, ―porque él, por su acción, comienza haciendo que nosotros
queramos; y termina cooperando con nuestra voluntad ya convertida‖
(San Agustín, De gratia et libero arbitrio, 17, 33):
«Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que
trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para
que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez sanados,
seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue
para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la
piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin él no
podemos hacer nada» (San Agustín, De natura et gratia, 31, 35).
2002. La libre iniciativa de Dios exige la respuesta libre del hombre,
porque Dios creó al hombre a su imagen concediéndole, con la
libertad, el poder de conocerle y amarle. El alma sólo libremente entra
en la comunión del amor. Dios toca inmediatamente y mueve
directamente el corazón del hombre. Puso en el hombre una aspiración
a la verdad y al bien que sólo Él puede colmar. Las promesas de la
―vida eterna‖ responden, por encima de toda esperanza, a esta
aspiración:
«Si tú descansaste el día séptimo, al término de todas tus obras muy
buenas, fue para decirnos por la voz de tu libro que al término de nuestras
obras, ―que son muy buenas‖ por el hecho de que eres tú quien nos las ha
dado, también nosotros en el sábado de la vida eterna descansaremos en
ti» (San Agustín, Confessiones, 13, 36, 51).
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